Sanando el Alma: Confesión y Reconciliación
Fr. Ed Benioff - Added on Friday, July 04, 2014

Sanando el Alma: Confesión y Reconciliación

 

La Biblia se inicia con una historia.  Verdaderamente la historia de nuestras vidas.  No es que alguna vez hayamos pasado nuestros días deambulando desnudos en un jardín, pero todos sí hemos tenido momentos de paz y momentos de alegría.  Y todos también hemos tenido la triste experiencia de derrumbarnos y entristecernos por el pecado de alguien, de alguien significativo para nosotros.

 

Si somos sinceros con nosotros mismos, admitiremos que, en muchos casos, nosotros hemos sido así de pecadores.  Hemos sido así de desconsiderados, cometiendo nosotros también errores.

 

Si somos sinceros, vamos por buen camino para sanar nuestra alma.  El remedio de ello está tan  a la mano como lo está el confesionario más cerca que tengamos.

 

Sin embargo, es difícil ser así de honesto, y es en ese momento cuando buscamos a alguien para echarle la culpa.   Adán, el primer pecador, quiso echarle la culpa a su esposa e incluso echarle la culpa a Dios (Génesis 3, 12).

 

A pesar de eso, Dios lo amó y lo quiso sanar.  Pero, ¿cómo sabemos esto?  Dios le hizo una serie de preguntas importantes, empezando por  “¿dónde estás?” (Génesis 3, 9) hasta “¿qué es lo que has hecho?” (Génesis 3, 13).

 

Las preguntas de Dios nos muestran su tierno amor.   Digámoslo claramente: el Altísimo no estuvo buscando información.  De ninguna manera, Adán y Eva no le podían decir nada que Dios ya no supiese.

 

Dios los estaba conduciendo cariñosa y tiernamente para que hagan una confesión y que la hagan bien.  Pero ellos no le dieron una respuesta directa. Antes bien, le respondieron con evasiones y echando la culpa al otro. ¡Qué tragedia!  No ganaron nada por su error, habiendo podido recuperar todo con sólo hacer una simple confesión.

 

Nosotros nos podemos comportar de la misma manera.  Nosotros también podemos desentendernos de la responsabilidad de nuestras caídas. Podemos echarles la culpa a otros y mostrarnos como víctimas.  Incluso hasta podemos echarle la culpa a Dios, como lo hizo Adán, por habernos mezclado con gente problemática.

 

Pero echarle la culpa a alguien no nos lleva a ningún lado y además nos seguimos quedando con la herida en el alma.  Lo cierto es que nuestros pecados nos hacen infelices.  Nos alejan de Dios y de los demás.  Nuestros pecados se roban nuestra alegría.

 

Dios respeta nuestra libertad y no nos va a salvar de nuestros pecados sin nuestro permiso.   San Agustín plantea este asunto de forma clara y directa y nos dice: “Dios, quien te creó sin ti, no te salvará sin ti”.

 

¡Qué sencillo hizo Dios que podamos buscar nuestra curación!   El día que Jesús resucitó entre los muertos, fue donde sus apóstoles, sus primeros sacerdotes y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo.  Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan” (Juan 20, 22-23; Mateo 18, 18).

Nuestros pecados nos pueden hacer sentir inútiles.  Pueden abrumarnos al tomar decisiones y dirigir nuestras acciones.  Parece que ejerciesen un poder omnipotente. Es por eso que Jesús le dio a sus clérigos un poder divino  para que puedan perdonar los pecados de los cristianos.  Les dio el “ministerio de la reconciliación” (2 Corintios 5, 18).

 

El sacerdote que te confiesa te dará muchas cosas buenas. Te ofrecerá su atención mientras tú quitas todo el peso que tienes en el alma.  También podrá darte algún buen consejo para evitar las tentaciones en el futuro.

 

Pero el don más grande que te puede dar es el don más grande que podemos haber recibido.  Es la posibilidad de recibir nuevamente la gracia de Dios.  Es la renovación de la vida de Dios en tu alma.   Esa es la mayor curación que conocemos en esta parte del cielo, aquí en la tierra.   De hecho, es la posibilidad de empezar a vivir una vida celestial aquí y ahora.

 

 

 

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